Gente que nos lee

lunes, 8 de agosto de 2011

Entre la espada y la pared. (Por Nadia)

Te levantas, eclipsada por el sol que entra por la ventana sin preguntar, cegándote brutamente, y te das cuenta que ha llegado otro día. Que ayer ya pasó, sin nada emocionante para contar, sin nada nuevo. Y sabes que hoy será lo mismo, que no harás nada. Que te sentirás mal, vacío por dentro. Lo peor es no poder remediarlo. Remediar ese sentimiento que te comprime el pecho. Esa rutina que empieza a ahogarte, que no te deja respirar, que te aprisiona. Eso es, eres prisionero de las mismas acciones, día a día, y no te das cuenta de que el único que puede cambiarlas eres tú, y nadie más que tú podría lograr cambio alguno. Pero, en vez de eso, decides no hacer nada. Decides continuar viendo pasar de cerca los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas y los meses, esperando que algo aparezca de repente en tu vida, cambiándola por completo. Pero ese algo no llega jamás si tú no haces nada para que llegue. Si te dedicas a estar en silencio, reprimiendo el dolor y la angustia, tan sólo consigues empeorar las cosas, empeorar tu vida y tu estado de ánimo.
Las personas que hay alrededor te notan diferente; algo cambia dentro de tí. Pero tú te limitas a sonreír, intentando convencerles de que todo va bien. Todo está como siempre. Les dices que eres feliz, pero una parte de tí desea gritar que no es así. Que deseas escapar, pero no sabes adónde. No sabes a quién recurrir, no sabes qué hacer para sobrevivir a las cosas que te atormentan, a las cosas que provocan tu infelicidad.
Y ahí, cuando tú te sientes mal, es cuando entran en juego las personas que más te importan. Porque ellas son las que se preocupan por tí, y por nada del mundo desearías que lo hiciesen. Quieres que sean felices, que sigan con el curso de sus vidas, pero no lo hacen. Te preguntan, intentan ayudarte y dejan de ser felices en un término de tiempo para que compartas con ellos tus más absurdas penurias. Y tú no deseas eso. Lo único que se te ocurre hacer es una cosa. Y es ahí cuando nada podría ir peor: decides alejarte. Decides no escuchar esos consejos sinceros que te dedican. Prefieres mantenerte lejos del alcance de sus palabras, para evitar que sufran por tí. Te vas de sus lados, te escapas de sus manos que sólo intentan cubrirte de la angustia y la infelicidad, pretendiendo que vuelvan a ser felices, procurando no toparte más en sus caminos.
Es ahí cuando verdaderamente estás entre la espada y la pared. No sabes qué hacer, no sabes cómo actuar. Tus intenciones son sinceras y buenas, y por ello no quieres dañar a tu gente. Pero el daño está ya causado: te has alejado, ya no eres el mismo. Ellos lo saben e intentan recuperarte, pero tú sigues convencido de que jamás podrán lograrlo. Te encierras en tu propio mundo, ignorando a los de tu alrededor. Ahora son más infelices que nunca, y no te das cuenta. Sólo quieres seguir huyendo. Seguir huyendo sin parar, sin echarte atrás.
Y, si no te das cuenta, tus pies no pararán nunca. Tu cabeza no se percatará del fallo cometido, y ahí, justo en ese momento, sabrás que no podrás llegar a ser el mismo.

Pido perdón, perdón porque yo lo hice y, de hecho, me da la impresión de que estoy volviendo a cometer ese terrible error. No lo hagáis, no os desvanezcáis por nada. Por absolutamente nada, porque el único motivo, después de todo, es la tontería.


Posdata: Sólo vale soñar.

1 comentario:

  1. Dios... juro que casi se me saltan las lágrimas al leerlo, porque me recordó a algo parecido a lo que yo viví una vez. Es increíble como podemos llegar a encerrarnos en nosotros mismos de tal forma que empezamos a cambar sin darnos cuenta y hacemos sufrir a los que nos rodean. Siempre esperamos que las cosas vengan solas, nos las den hechas... pero no nos hacemos conscientes de que nosotros también tenemos que hacer algo. Una entrada preciosa, enserio

    ResponderEliminar